
Era un día lluvioso y gris en la ciudad de comienzos de los años noventa. Me dirigía hacia Playa con un tiesto de violetas florecidas para regalarle a Guillermo, quien se encontraba recuperándose de un infarto que lo había llevado a una experiencia alucinante en plena montaña.
Con la maceta pequeña y delicada en mano, me subí a un ómnibus atestado de personas. Nunca imaginé que una planta frágil como la violeta podría generar tanta sonrisa e interés en los demás. Me detenían personas en las calles para comentar sobre el regalo: “Mira, mi hija, yo las escucho abrirse en las mañanitas”, decía una anciana con un tono de nostalgia. Otros se acercaban a admirar la planta y ofrecer consejos: “Dicen que dan buena suerte”, aseguraba alguien.
La violeta se convirtió en el centro de atención en cada parada del ómnibus. Los pasajeros se turnaban para tocar sus mullidas hojas y florecillas malvas, delicadamente tenues en color y disposición. “Ellas son muy delicadas y necesitan sombra”, aconsejaba una señora que se ofrecía a llevarla en su regazo.
Al llegar al destino, colocé la planta en el alféizar de la ventana abierta en casa de Guillermo. Me di cuenta de que había regalado no solo las horas de contemplación y esmero, sino todo el amor que cabía en las avenidas, plazas, túneles, edificios, aire, tiempo y memorias de la ciudad.
“Si quieres que te sonrían y hablen afuera, solo ve con una violeta en el camino”, le dije a Guillermo. En ese momento recordé las finas violetas de Fina García Marruz en sus poemas “Azules”, como un viaje a su propia exquisita esbeltez y sensibilidad primorosa.
La mirada recorría los versos y era como si un pincel retratara a la poetisa leve que nuestra callada admiración, y la timidez de viento contenido, de exaltada adhesión silenciosa habían separado lejos, estando tan próxima y palpable.