
La realidad se presenta ante nosotros como una imagen, una foto o una película. No importa cómo la percibimos o cómo la representamos, lo que importa es lo que vemos o dejamos de ver. Según Hartmann, existen estratos en la experiencia humana: lo material (el peso del teléfono en la mano), lo síquico (la ansiedad por los likes) y lo espiritual (el mito de la conexión eterna). Sin embargo, en esta nueva era digital, lo espiritual se ha convertido en una suerte de servidor sobrecalentado, donde las sonrisas están filtradas por algoritmos.
Hartmann habló sobre el surgimiento del espiritual a partir del físico, pero no imaginó que este podría ser secuestrado por corporaciones y traducido a datos que se empaquetan en streaming. La dimensión espiritual no pertenece al individuo ni a la religión; más bien, es un ámbito común donde se encuentran juicios y prejuicios, errores y saberes, valores e intuiciones en constante movimiento.
Esta espiritualidad es lo que une a la humanidad. Podríamos decir que si el espíritu absoluto de Hegel se mirara en un espejo en este siglo XXI, vería una imagen opaca y borrosa. Es el capitalismo y esta nueva fase digital lo que ha logrado producir sujetos sometidos con gran velocidad. No crean que siempre hemos sido libres; solo ahora nuestros ocios y sueños han sido colonizados.
El capitalismo ya no necesita fábricas humeantes para extraer almas, sino pantallas que nos permiten mirarnos a nosotros mismos sin ver el hierro de las minas del Congo ni los cuerpos sudorosos que ensamblan nuestros dispositivos. Cada clic es un jadeo, cada like es un acto fallido de existencia en un mundo que convierte hasta el llanto en engagement.
La ontología se vuelve tragedia: lo virtual no es una capa más, sino un abismo que devora lo material y escupe espectros. Somos mercancías que se consumen a sí mismas en este interregno donde el cuerpo es un estorbo y la alma un archivo zip. ¿O tal vez ya hemos desaparecido?