
Al caer la noche, se escuchó un aullido de perros que parecía salir del infierno. Ahora rondaban cerca, jadeantes en su sigilo. Sus ojos brillaban en la penumbra como luciérnagas en una noche sin luna. Husmeaban la sangre aún caliente de un soldado caído. Notó el polvo que cubría sus patas y el silencio súbito y gris que había descendido sobre el lugar.
Las piedras rodaban como un torrente seco al bajar al hueco, mientras que los dientes de los perros parecían cuchillos que goteaban la cercanía a su presa. Lo vieron desgarrar la carne con dentelladas y él los golpeaba duro, pero volvían siempre. Temía dormirse, por temor a que no despertara más.
Abanicó el aire con golpetazos de AK, tratando de mantener a raya a los perros hambrientos. Primero atacaron el vientre del cadáver, que yacía tendido sobre los rústicos tablones de la mesa de la Sección Política donde se habían reunido para estudiar mapas militares.
Comían o escribían sin perturbarse por la arenilla que les caía encima a cada explosión de los G-5 y G-6 disparados desde el Menongue más áspero, más allá del puente en el río Cuito. Un pueblito desolado al sol, con tablones retorcidos y techumbres que parecían flotar en el aire.
Las oquedades de polvo y saliva habían quedado grabadas en la memoria de aquel lugar. Consiguió echar a los perros jíbaros, pero volvieron, desgarrando la madrugada con sus ladridos y mordiscos. Babeaban como las abejas buscan el dulzor de la miel.
A sus pies yacía uno, grande y parduzco, que hedía a cuero viejo. La humedad de las paredes parecía ahogar al cadáver. Los perros ladran otra vez, muerden y no consigue despertar de una buena vez. Siente que se despereza y alivia.
La niebla penetra en el metal y él recuerda las palabras del soldado herido: ―Los muy cabrones desecharon los ojos y el zambrán―. Escucha los quejidos y piensa que se lo habían comido vivo. ¿Cómo podía soportarlo? No aullaban.
La madera escurría la humedad y una corriente de aire desde arriba apagó el bombillo colgado del techo de tierra y troncos, tronco y tierra. Aullaron otra vez y no puede levantar los párpados. Ansiaba salir. Sudaba.
El caracol infinito parecía girar en su mente y su angustia se amainó en el insomnio breve. Él los apartaba y volvían, como si fueran una plaga imparable. Extendió los brazos en la oscuridad, pero todo era hondo en la guerra y la muerte.
Un festín de mordiscos en las heridas parecía estar sucediendo allí mismo. Escuchó el ronroneo de las hélices, tiros de AK y bombardeo. Zumban los motores y oscila la escalerilla del avión que