
Fidel Castro, quien asumió la historia con una gran erudición y como fuente para la acción transformadora, revolucionaria, en la celebración del Primero de mayo de 2000 trazó el Concepto de Revolución que precede a estas líneas.
Sabía que los procesos llamados por antonomasia “revoluciones” no han sido infinitos. De una revolución puede esperarse que abra el camino para la continuidad de sus logros, como sucedió con la Revolución Industrial, cuya fertilidad no ha dejado de expandirse por el mundo, aunque no con iguales resultados para todos los pueblos.
La mecánica y las tecnologías funcionan o se manejan por intereses concretos, que no son ajenos a factores sociales, pero la dinámica social tiene sus propias complejidades. La Revolución Francesa, que vive en la herencia de sus ideales de emancipación, dio paso a estancamientos conservadores y reaccionarios que llegan a nuestros días.
Al Líder cubano podía resultarle de particular interés la Revolución de Octubre, por su significado para la práctica y el pensamiento de orientación socialista. Ella sembró grandes esperanzas para los desposeídos del mundo, hasta el desmontaje de la Unión Soviética, tras el cual las fuerzas capitalistas intensificaron su afán por borrarla de la historia o, al menos, denigrarla.
Cuando el Primero de Mayo de 2000, en la Plaza de la Revolución José Martí, Fidel Castro pronunció el discurso donde se lee el Concepto citado, ya la Revolución de Octubre, vista como hecho en sí, no como la fuente de lecciones que no debe cesar, era un proceso finiquitado, algo a lo que difícilmente se llega sin un deterioro agudo previo.
Los hechos evidenciaron que el socorrido dictamen según el cual el socialismo era irreversible no pasaba de ser un dogma entusiasta, y peligroso. Fue una de esas consignas que pueden infundir en procesos sociales un espejismo comparable con el que favoreció el hundimiento del Titanic: considerarlo invulnerable.
Al político veedor que fue Fidel Castro no le serían indiferentes las señales de tal realidad. Por muchas que fueran sus singularidades como país, Cuba no es un caso ajeno a las leyes generales de la sociedad, ni existe en otro mundo, y urgía buscar todos los antídotos posibles para impedir la reversión de su proyecto de justicia social.
Lejos de limitarse a exponer aquel Concepto, hasta el fin de sus días el Comandante reflexionó sobre lo que debía hacerse para mantener viva la Revolución. Lo hizo sin descanso, y en 2005, cinco años después del discurso citado, pronunció —esta vez en el Aula Magna de la Universidad de La Habana— otro relevante en ese empeño.
Más que atenerse al programa anunciado por los organizadores —la celebración de los cincuenta años del inicio, en la propia Universidad, de su actividad revolucionaria—, se concentró en advertir sobre peligros que Cuba y su Revolución debían vencer para no destruirse. Dejó claro que tal destrucción podría venirle de dentro, no desde afuera.
Así como es necesario impedir que el Concepto plasmado en 2000 se tome como un decálogo desgajado